El dios de las pequeñas cosas por Roy Arundhati |
“Desde
el punto de vista más práctico, es probable que lo más correcto fuera
decir que todo comenzó cuando Sophi Moll
llegó a Ayemenen. Quizá sea cierto que las cosas pueden cambiar en un solo día.
Que unas pocas docenas de horas pueden afectar al desarrollo de vidas enteras.
Y que, cuando eso sucede, esas pocas docenas de horas, igual que los restos
rescatados de una casa incendiada (el reloj carbonizado la fotografía quemada, los muebles chamuscados), tienen que
ser desenterradas de entre las ruinas y
examinadas. Conservadas. Descifradas.
Cosas comunes, pequeños hechos,
destrozados y recuperados. Imbuidos de un significado nuevo. De pronto, se convierten
en los huesos descoloridos de una historia.
Aún así, decir que todo comenzó cuando Sophie Mol llegó a Ayemenem no deja de ser una forma más de ver las cosas.
De igual modo, podría afirmarse que, en en realidad, comenzó hace miles de años. Mucho antes de que llegaran los comunistas. Antes de que los británicos tomaran Malabar, antes de la supremacía holandesa, antes de que llegara Vasco de Gama, antes de la conquista de Calicut por parte del primer zamorín. Antes de que tres obispos sirios con túnicas púrpuras asediados por los portugueses, fuesen encontrados flotando en el mar, con serpientes marinas enroscadas sobre los pechos y ostras enredadas en las enmarañadas barbas. Podría afirmarse que comenzó mucho antes de que el cristianismo llegase en un barco y se extendiese por Kerala igual que rezuma el té en una bolsita.
Que, en realidad, comenzó en los
días en que se establecieron las Leyes del Amor. Las Leyes que determinan a
quien debe quererse, y cómo.
Y cuánto” (p. 49).
"En el entierro de Papachi, Mamachi lloró tanto que se le comieron los lentes de contacto. Ammu les explicó a los gemelos que Mammachi lloraba más por estar acostumbrada a él que porque lo amara. Estaba acostumbrada a verlo paseándose por la fábrica de conservas y a que le pegase de vez en cuando. Les dijo que los seres humanos eran animales de costumbres y que era increíble las cosas a las que podían llegar a acostumbrarse. Les bastaba con mirar a su alrededor, añadió Ammu, para darse cuenta de que las palizas con jarrones de latón eran lo que menos importante tenía" (p. 68).
"Chacko (...) les explicó que la historia era como una casa vieja durante la noche. Con todas las lámparas encendidas. Y los antepasados susurrando dentro.
-Para comprender la historia- dijo Chacko-, debemos entrar y escuchar lo que dicen. Y mirar libros y los cuadros que hay en las paredes. Y oler los olores. (...)
-Pero no podemos entrar -les explicó Chacko-, porque han cerrado con llave y nos han dejado afuera. Y cuando miramos por las ventanas, no vemos más que sombras. Y cuando intentamos escuchar, no oímos más que susurros. Y no podemos entender los susurros porque nuestras cabezas han sido invadidas por una guerra. Una guerra que hemos ganado y perdido a la vez. La peor clase de guerra. Una guerra que captura los sueños y los vuelve a soñar. Una guerra que nos ha hecho adorar a nuestros conquistadores y despreciarnos" (p. 71).
"La flor favorita de Bebé Kochamma era el anturio"